El tiempo se detuvo. No sólo se apreciaba un silencio rutinario por la hora marcada en el reloj: madrugada. El aire que respiraban, desprendía un aroma acre, viejo, diríase monacal. Sí, esa podría ser su naturaleza, de recinto religioso, cerrada al exterior y orante en el interior.
Las figuras de Moriarty y Cordelia paseaban por la habitación atravesando esa línea del tiempo. ¿Podría ser que hubiesen traspasado esa frontera? Ya los antiguos eremitas lo describieron en sus escasos textos. En los relatos del Antiguo Testamento, ellos coincidían en que en un espacio reducido y con la oración adecuada podían poner pie en otra época y en otro lugar. Se denominaba el proceso Oratio et Tempus y exigía años de dedicación, meditación y sobretodo ascetismo.
Cordelia y Moriarty pensaron al mismo tiempo que aquel método se había perdido en la niebla de la Historia. Sin embargo, ¡era tan palpable en aquel momento! Incluso la campana de la Rectoría al dar las horas producía un sonido ancestral. No era el mismo que cuando entraron en la habitación.
Su deseo por partir hacia el Vaticano era intenso. Y una fuerza desde su fuero interno les hacía retener ese paso. El porqué era un desconocido que se comportaba como una cadena de esclavitud. Les hacía permanecer en aquella habitación sin poder hacer reflexión racional sobre su situación.
Cordelia extendió su mano hacia la de Moriarty. Cerró los ojos e inclinó la cabeza. Moriarty quedó sorprendido. Una fuente de calor recorrió su mano, después su brazo, y, al tiempo, alcanzó la totalidad de su cuerpo.
Cordelia indicó a Moriarty con una inclinación de cabeza, que observase el dibujo. ¡El grabado se había transformado!
¡Además de Cordelia y Moriarty, aparecía una tercera figura! Regia y solemne. En un alto sobre el que, un grabado, decía así:
L. C. F.

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José María Agüeros es abogado, trader y amante del arte.
En su faceta de escritor vocacional, cada lunes nos deleita con un nuevo capítulo de la apasionante trama de Essaouira, La Orden del Ibis Negro.